sábado, 14 de marzo de 2015


La leyenda del pozo amargo, leyendas de Toledo. Bajando de la Catedral Primada hacia la zona de la Escuela de Traductores te encuentras con una calle que desemboca en una minúscula plaza con un pozo de piedra. Es la calle del pozo amargo y ese pozo, como casi todos los rincones en Toledo, tiene su propia leyenda.

El pozo amargo es una de esas leyendas toledanas que reflejan el espejismo de la Ciudad de las Tres Culturas, donde la convivencia entre cristianos, musulmanes y judíos era posible, siempre y cuando cada uno permaneciera en su lugar. Pero eso de mezclar culturas, eso de interrelacionarse, no era posible y, mucho menos, amarse. Porque una historia de amor entre gentes de culturas diferentes casi nunca tenía un final feliz.
Es el caso de esta leyenda del pozo amargo. Allí donde encuentras este pozo, hace siglos era el jardín de la casa de un acaudalado judío. Así que tendrás que hacer un esfuerzo imaginativo para situar la mansión, el jardín con su pozo y su muro alrededor. En esa casa vivía un judío, un comerciante toledano con tanto prestigio como riquezas, con su bellísima hija Raquel.
Raquel, que era joven y aun creía que el amor todo lo puede estaba enamorada de un joven toledano de noble cuna al que unos llaman Fernando y otros Álvaro; en cualquier caso, lo que importa y en lo que sí hay acuerdo es en que el joven en cuestión era cristiano. Estamos así ante los amoríos de un cristiano y una judía, por lo que se avecinan complicaciones.
Cada noche, Raquel salía a pasear por el jardín y se sentaba en el pozo hasta que su amado saltaba el muro y, arropados por la oscuridad, pasaban la noche abrazados junto al pozo, besándose y prometiéndose amor eterno. Pero esta historia de amor contaba con la oposición de ambas familias y, especialmente el padre de Raquel, estaba decidido a ponerle fin al precio que fuera.
Así que una noche esperó escondido en el jardín a que el enamorado de su hija saltara el muro. En ese momento, apuñaló al joven cristiano ante la horrorizada mirada de Raquel, que veía cómo el amor de su vida iba dejando esta vida pronunciando el nombre de su amada con el último suspiro.
Desde entonces, Raquel bajaba cada noche al jardín a la misma hora en la que tenían lugar sus encuentros con el joven. Se sentaba en el pozo y se pasaba las noches llorando sin consuelo por su amor perdido. Tal era la angustia de Raquel, que las lágrimas que caían al pozo acabaron por convertir su agua en agua amarga. Pero que el agua de ese pozo fuera insalubre no fue el motivo por el que cerraron ese pozo.
Una de esas noches en las que Raquel se sentaba en el pozo a llorar y llorar, creyó ver en la aguas del pozo el rostro de su amado. Tan segura estaba que debían estar juntos, que se lanzó al pozo en busca de su abrazo. Y de esa manera, posiblemente, la judía Raquel y el joven cristiano pudieron estar juntos para siempre, pero el pozo nunca más pudo volver a utilizarse y pasó a llamarse el Pozo Amargo.




                                                                                             Redactor: Luis Fernández Clemente

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