La leyenda del pozo amargo, leyendas de Toledo. Bajando de la Catedral Primada hacia la
zona de la Escuela de Traductores te encuentras con una calle que desemboca en
una minúscula plaza con un pozo de piedra. Es la calle del pozo amargo y
ese pozo, como casi todos los rincones en Toledo, tiene su propia leyenda.
El pozo amargo es una de esas leyendas toledanas que
reflejan el espejismo de la Ciudad de las Tres Culturas, donde la convivencia
entre cristianos, musulmanes y judíos era posible, siempre y cuando cada uno
permaneciera en su lugar. Pero eso de mezclar culturas, eso de
interrelacionarse, no era posible y, mucho menos, amarse. Porque una historia
de amor entre gentes de culturas diferentes casi nunca tenía un final feliz.
Es el caso de esta leyenda del pozo amargo. Allí donde
encuentras este pozo, hace siglos era el jardín de la casa de un acaudalado
judío. Así que tendrás que hacer un esfuerzo imaginativo para situar la
mansión, el jardín con su pozo y su muro alrededor. En esa casa vivía un judío,
un comerciante toledano con tanto prestigio como riquezas, con su bellísima
hija Raquel.
Raquel, que era joven y aun creía que el amor todo lo
puede estaba enamorada de un joven toledano de noble cuna al que unos llaman
Fernando y otros Álvaro; en cualquier caso, lo que importa y en lo que sí hay
acuerdo es en que el joven en cuestión era cristiano. Estamos así ante los
amoríos de un cristiano y una judía, por lo que se avecinan complicaciones.
Cada noche, Raquel salía a pasear por el jardín y se
sentaba en el pozo hasta que su amado saltaba el muro y, arropados por la
oscuridad, pasaban la noche abrazados junto al pozo, besándose y prometiéndose
amor eterno. Pero esta historia de amor contaba con la oposición de ambas
familias y, especialmente el padre de Raquel, estaba decidido a ponerle fin al
precio que fuera.
Así que una noche esperó escondido en el jardín a que
el enamorado de su hija saltara el muro. En ese momento, apuñaló al joven
cristiano ante la horrorizada mirada de Raquel, que veía cómo el amor de su
vida iba dejando esta vida pronunciando el nombre de su amada con el último
suspiro.
Desde entonces, Raquel bajaba cada noche al jardín a
la misma hora en la que tenían lugar sus encuentros con el joven. Se sentaba en
el pozo y se pasaba las noches llorando sin consuelo por su amor perdido. Tal
era la angustia de Raquel, que las lágrimas que caían al pozo acabaron por
convertir su agua en agua amarga. Pero que el agua de ese pozo fuera insalubre
no fue el motivo por el que cerraron ese pozo.
Una de esas noches en las que Raquel se sentaba en el
pozo a llorar y llorar, creyó ver en la aguas del pozo el rostro de su amado.
Tan segura estaba que debían estar juntos, que se lanzó al pozo en busca de su
abrazo. Y de esa manera, posiblemente, la judía Raquel y el joven cristiano
pudieron estar juntos para siempre, pero el pozo nunca más pudo volver a
utilizarse y pasó a llamarse el Pozo Amargo.
Redactor:
Luis Fernández Clemente

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